Fue mi hermana mayor quien preguntó por la caja de zapatos que contenía las cintas de Super-8 con las grabaciones familiares. “Yo pensé que esas cajitas no servían”, se defendió mi madre más tarde, “no sabía de qué eran ni creí que fueran tan importantes”.


Era diciembre de 2001, yo acababa de cumplir 18 años; el hecho me había revelado la existencia –ya no en nuestras manos– de ese material.


No sería sino hasta mucho tiempo después, cuando una incomprensible curiosidad me incitó a llevar a arreglar el proyector en el que solíamos reproducir aquellas imágenes. El técnico me lo devolvió junto a una cinta que, según él, se hallaba quién sabe desde cuándo dentro de la caja del aparato. Al llegar a la casa, conecté el proyector y la reproduje.


Se trataba del registro insulso de un verano cualquiera, que hubiese pasado sin pena ni gloria para mí, de no haber sido por la repentina aparición de un hombre al que no se le alcanza a ver del todo el rostro.


Era mi padre, mi hermana me lo confirmó.


Por primera vez lo veo en movimiento: distingo su torso desnudo, maduro, su calvicie rudimentaria, vanamente disimulada, sus largas manos en acción. El gesto es intrascendente, sin duda, pero de alguna forma me lo trae de vuelta. De golpe desaparece.


Se trata, en una palabra, de los únicos segundos que tengo de su imagen en movimiento. ¿Cómo lo desgloso? ¿Cómo hago que dure? Examino varias veces el paso brevísimo que da, el gesto de afecto hacia el niño que se baña en el fuentón.


La imagen late.


No tengo más conclusiones.